9.6.22

Pétalo

Mi padre había fallecido hacía pocas semanas. 

Estaba hojeando los libros que acababa de heredar, aquellos que siempre se reservó para él en las sucesivas donaciones que me fue haciendo de su biblioteca, conforme se reducía el espacio vital del matrimonio que envejecía, aquellos que quiso tener cerca siempre en el equipaje mínimo del final del viaje de la vida. Estaban su Machado, Salinas, Marañón, y entre otros pocos más un Rubén Darío.

A él le gustaba recitarle poemas a mi hija cuando la veía callada y distraída, y especialmente la famosísima Sonatina de este poeta. "La princesa esta triste... ¿Qué tendrá la princesa?" empezaba, cogiéndole la mano, y acababa la estrofa ralentizando con énfasis "y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor". Qué imagen ¿verdad?, decía todas las veces como si fueran la primera vez, la flor desmayada en el vaso es como si la vieras, melancolía pura. Y mi hija le sonreía, y él era feliz.

Hojeando el ejemplar recién heredado ahí estaba la Sonatina, y un pétalo seco de rosa. Y la sorpresa fue que pude oler claramente su perfume durante un instante, solo un instante. Cuando quise enseñárselo a mi mujer el pétalo ya no olía, ni ha vuelto a hacerlo nunca más, solo el olor de libro viejo, reconfortante.

Y me pareció que ese aroma atrapado entre las páginas de la princesa triste había viajado en el tiempo, que traía un suspiro de mi padre desde el pasado, desde un día que cerró esas páginas por última vez con un pétalo dentro sin saber que ya no las volvería a abrir nunca más, con su emoción de aquel momento conectando con la mía en ese instante como una sola, simultáneas, vida y muerte a la vez, toda la vida y todas las vidas a la vez porque el tiempo no existe, y el arte tampoco. 

Pero los pétalos de rosa sí.

9.7.21

Contra la agonía de la luz

And you, my father, there on the sad height,

Curse, bless, me now with your fierce tears, I pray.

Do not go gentle into that good night.

Rage, rage against the dying of the light.
Dylan Thomas, 1951
 

Y tú, padre mío, allí en la altura triste,

Maldíceme, bendíceme, ahora con tus fieras lágrimas, yo ruego.

No entres dócilmente en esa dulce noche. 

Rabia, rabia contra la agonía de la luz. 

26.6.20

la belleza es (2)


aprenderse el laberinto de tu piel donde cada luna susurra su secreto, que te lleva a la siguiente como una revelación, sin aliento hacia tus precipicios
lunas lunares a distancias imposibles, toda la vida en cada viaje, hay tiempo, hay tiempo, una luna más,
una,
más

8.2.16

Respuestas

Todas las respuestas son provisionales.

Incluida ésta.

27.8.14

No rompas el encanto



Una calle en cuesta del Albaicín, de noche. La gente andando en los dos sentidos, y algunos parados de pie o sentados en los poyetes de los portales, o en el suelo. Oyes sus voces conforme te vas cruzando con ellos, tú  también andando, hacia arriba de la cuesta. El tono de las frases es coloquial.
Una pareja joven, de la mano, se cruzan contigo andando hacia calle abajo.
Él: “En Viena hay diez muchachas, un hombro donde solloza la muerte...”.
Ella: “Y un bosque de palomas disecadas. Hay un fragmento de la mañana...”.
Un hombre de pie, al grupo que está sentado: “...en el museo de la escarcha. Hay un salón con mil ventanas.”.
Una mujer que se asoma por la puerta, al hombre que está de pie: “¡Ay, ay, ay ,ay! Toma este vals con la boca cerrada.”.
El hombre de pie a la mujer de la puerta: “Este vals, este vals, este vals, este vals, de sí, de muerte y de coñac...”.
Un poco más arriba de la mujer ves a un hombre en el balcón, mirando hacia lo lejos: “...que moja su cola en el mar.”.
Desde dentro de la casa sale la voz de una mujer en la cama revuelta, al hombre del balcón: “Te quiero, te quiero, te quiero, con la butaca y el libro muerto...”.
Al mismo tiempo un grupo de chicos y chicas que te adelanta andando deprisa, hablando todos a la vez por parejas y tríos, interrumpiéndose mutuamente: “...por el melancólico pasillo, en el oscuro desván del lirio, en nuestra cama de la luna y en la danza que sueña la tortuga. ¡Ay, ay, ay, ay! Toma este vals de quebrada cintura.”.
Delante de ti se sientan en una mesa de una terraza retranqueada. Siguen conversando con entusiasmo, pisándose unos a otros, hasta que les interrumpe el camarero como preguntando lo que van a tomar.
Ellos: “En Viena hay cuatro espejos donde juegan tu boca y los ecos. Hay una muerte para piano que pinta de azul a los muchachos. Hay mendigos por los tejados. Hay frescas guirnaldas de llanto.”.
El camarero: “¡Ay, ay, ay, ay! Toma este vals que se muere en mis brazos.”.
Una de las chicas del grupo, dulce y mirando fijamente al camarero: “Porque te quiero, te quiero, amor mío, en el desván donde juegan los niños, soñando viejas luces de Hungría por los rumores de la tarde tibia, viendo ovejas y lirios de nieve por el silencio oscuro de tu frente.”.
La interrumpe un bozarrón de hombre. Son dos hombres jóvenes, andan abrazados, bebiendo de una lata, y hablan a gritos pero a cámara lenta, sus voces con volumen pero graves y arrastradas como en una reproducción lenta de una grabación. Su estruendo se mezcla con un ruido de fondo atonal y distorsionado. Ves los gestos de desagrado de los de alrededor, y a varios de ellos, incluido el camarero, llevándose el dedo a los labios pidiendo silencio, y los abrazados de la lata alejándose con un gesto despectivo.
El camarero vuelve a dirigirse al grupo de la mesa: “¡Ay, ay, ay, ay! Toma este vals del Te quiero siempre.”.
Y en la mesa van respondiendo de uno en uno, a modo de peticiones de consumición.
Uno: “En Viena bailaré contigo con un disfraz que tenga cabeza de río.”
Una: “¡Mira qué orilla tengo de jacintos!”.
Otra: “Dejaré mi boca entre tus piernas, mi alma en fotografías y azucenas, y en las ondas oscuras de tu andar...”.
Otro: “...quiero, amor mío, amor mío, dejar, violín y sepulcro, las cintas del vals.”.
Zoom hacia atrás y hacia arriba, con vista cenital de la calle y del barrio ampliándose gradualmente, y la voz de hombre en off “No rompas el encanto” y la de mujer “Porque la noche es para todos. Ayuntamiento de Granada”.

9.3.13

Saber y poder

Existen los síndromes de la "primera vez" y de la "última vez".

Hay una frontera en la vida antes de la cual todo se hace por primera vez. Aunque algunas cosas se repitan la sensación es que cualquier variación la hace distinta, y por lo tanto nueva y desconocida. Somos la promesa de uno mismo y todo, prácticamente todo, es posible. En la segunda parte de la vida hay otra frontera a partir de la cual la sensación es la contraria, que cada vez puede ser la última, y ya nada, o casi nada, sucederá.

En la primera parte se pasa de un acontecimiento a otro a saltos, bebiéndonos la vida a tragos, esperándolo todo de la vida, nada es necesario salvo la experiencia, cuanta más mejor, en cantidad. En la segunda se vive la vida a sorbos, disfrutando de cada instante como imprescindible, cada reflejo; poco se espera ya salvo la plenitud de lo que ya se conoce, pero puede ser más profundo, cuanto mejor más, en calidad.

Entre ambas fronteras puede haber un largo intermedio. Se dice que al principio todo es poder sin saber, y al final saber sin poder, pero en el medio se dispone de mucho de ambas cosas, y en ese ancho ínterin se puede navegar con éxito la fuerte marejada dejada por la galerna de la juventud con el barco antiguo y marinero, sabiamente gobernado, de la madurez.

Creo que, como todo lo que tiene que ver con la felicidad, depende principalmente de uno mismo: esa travesía puede tan larga e intensa como seamos capaces de conseguir manejar un barco que se deteriora progresivamente, y que indefectiblemente nos dejará un día varados en la última playa. Si antes no nos hemos estrellado contra las rocas, o contra otro barco, o una ballena, o nos ha rendido el mareo y el miedo a una navegación sin descanso en la búsqueda de un puerto que no existe. O sí.